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    Zedillo no es hijo del 68, es heredero del Fobaproa



    Juan Luis H. González


    En su intento por rehacer el relato oficial del México contemporáneo, Enrique Krauze acaba de soltar otra de sus frases de vitrina: “Ernesto Zedillo fue el último hijo del 68”. Y aunque a muchos nos parezca una simple ocurrencia, lo que hay detrás de esa declaración es un nuevo intento —quizá desesperado— por encajar al modelo tecnocrático en la narrativa épica de la transición democrática.


    Pero no, Ernesto Zedillo no es hijo del 68. Es heredero de la crisis del 94, del Fobaproa, de la alternancia electoral pactada y del continuismo neoliberal que consolidó los privilegios de unos cuantos. Si algo caracterizó a las mujeres y hombres que salieron a marchar en 1968 fue la voluntad de romper el régimen autoritario, de exigir libertades públicas, justicia social y participación ciudadana real. Zedillo, en cambio, gobernó desde una lógica contable, no ideológica; desde la gerencia, no desde la política.


    Sí, fue el presidente que permitió la primera alternancia partidista en el Ejecutivo federal. Pero no fue una transición hacia una democracia plural, sino una sucesión negociada con los sectores más conservadores del país. Lo que se vendió como apertura fue, en realidad, una maniobra para preservar intacto el modelo económico y sus beneficiarios. Del PRI a la “pareja presidencial” del PAN, sin pasar por la izquierda, sin tocar los grandes intereses, sin corregir las desigualdades estructurales.


    Su gobierno gestionó el error de diciembre con una lógica de rescate a las élites financieras —el Fobaproa fue eso: un salvavidas para los grandes deudores a costa del erario público— y abandonó cualquier pretensión de reforma social. La supuesta transición que consolidó fue una versión maquillada del mismo pacto entre las mismas élites de siempre.


    Compararlo con los jóvenes del 68 y sus ideas es, francamente, un despropósito. Aquel movimiento fue, en su esencia, una demanda de democratización profunda, de apertura del sistema político, de dignidad frente a la represión. Los líderes e ideólogos de esa generación —de Raúl Álvarez Garín a Heberto Castillo— hablaron de autonomía, de justicia, de un país sin autoritarismos ni privilegios. Nada de eso se ve en Zedillo, ni en su discurso ni en su legado.


    Y sin embargo, hoy parece haber una estrategia —visible y repetida en redes y medios— para rehabilitar su figura. Ante la ausencia de liderazgos sólidos en la oposición, Zedillo se ha vuelto útil. Intelectuales orgánicos y comentócratas intentan encumbrarlo como símbolo de un pasado que, dicen, fue mejor. Porque Zedillo —con todo y su tono gris— al menos representa algo. Y eso, en medio del vacío ideológico de la oposición, lo convierte en mercancía política.


    Por otro lado, Krauze ha hecho de la historia de nuestro país un campo de operaciones políticas. Su misión no ha sido explicarla, sino redirigirla y usarla según los intereses de ciertos actores con los que coincide. Por eso se empeña en reubicar a los gobiernos neoliberales dentro de la saga democrática. Pero lo cierto es que esas administraciones —desde De la Madrid hasta Peña Nieto— tuvieron como principal objetivo la estabilidad del mercado, no el ensanchamiento de los derechos ni el bienestar de las mayorías. Y en ese juego, Zedillo fue pieza clave: serio, funcional, obediente, pero ajeno a toda intención de beneficiar a los segmentos más desfavorecidos.


    A treinta años de su presidencia, lo que queda de Zedillo no es un legado transformador, sino una lista de deudas: la legitimación del neoliberalismo, el endeudamiento socializado del Fobaproa, la exclusión sistemática de la izquierda real del juego político y una alternancia que solo movió los muebles sin tocar la estructura.


    Que hoy quieran vestirlo de “hijo del 68” es, como tantas veces en México, una forma elegante de falsificar el archivo. La memoria sirve para entender el presente, no para adornar a los gerentes del pasado. Y si algo enseñó el 68 es que hay palabras —como libertad, justicia o democracia— que no se prestan a rebajas.


    Ni siquiera si las pronuncia el historiador Enrique Krauze.

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